Este es el prólogo de una novela en la que empecé a trabajar hace unos 3 años. Empecé, pero nunca terminé. Quizá por falta de constancia, quizá porque el tiempo decidió que no era el momento, no sé. Lo que sí sé es que ahora estoy mucho mejor preparado para terminarla, así que capaz y pronto sigo escribiéndola.
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El sol
se desvanecía en el ocaso, al igual que mis esperanzas de verla. Los cables
eléctricos, ocultos tras las plumas negras de los talingos, la calle
lúgubremente vacía y la rapidez con que la oscuridad se robaba el día, daban
una atmósfera fúnebre, como avisando lo que estaba por ocurrir.
Ya eran
un cuarto para las siete; estaba dos horas tarde. Una corriente de vergüenza
corrió por mi cuerpo. Pensé: “¿y si no le parecí tan atractivo?” Pero dicho
pensamiento pronto fue opacado por mi egocentrismo, el cual me ofreció una
conclusión mucho más placentera: tal vez no vino porque mintió sobre su
apariencia y al ver mi fotografía le dio vergüenza presentarse y ser una
desilusión para mí. Ese parecía un escenario mucho más probable; después de
todo, yo nunca he sido poco atractivo. Además, basándome en la forma en que me
habla y halaga, he podido inferir que es una persona primordialmente
superficial.
No, definitivamente mi atractivo no pudo haber sido la razón de su ausencia. Pero entonces, ¿qué pasó? Mi mente empezó a idear toda clase de posibles situaciones que le impidieran presentarse. Quizá dejo de amarme. Tal vez nunca me amó.
Por más
de media hora pensé en la posibilidad de que fuera alguna mujer solitaria y
fea, cuyo aspecto físico la llevó a rezagarse de la sociedad y recurrir al
internet como única forma de obtener y mantener algún tipo de contacto humano.
No la culparía, el mundo actual parece estar fabricado únicamente para gente
atractiva. A los feos no es que se les trate mal; no se les trata en lo
absoluto, a menos que adornen su fealdad con una buena personalidad, dinero o
fama. Pero esta no podía ser la razón, había visto sus fotos y no era para nada
poco atractiva. Sin embargo, pensé, ¿qué tal si esas no eran sus fotos? puede
haberme mentido todo el tiempo. Me sentí traicionado. Yo he sido honesto desde
el principio, nunca le mentí, nunca le escondí nada…
Esto
último me llevo al borde de la paranoia. Nunca le escondí nada y, sin embargo,
Miranda podía no ser real. Probablemente mi inocencia en el mundo virtual me
llevó a caer en manos de uno de los tantos hombres homosexuales y solitarios
cuyo único pasatiempo es encontrar hombres en la web y engañarlos para
satisfacer sus asquerosas fantasías. Quizás la fotografía que me tomé
especialmente para ella, ahora estaba colgada en la pared de un sesentón, calvo
y sin vida social, que pasa sus noches satisfaciendo su carne y eyaculando en
mi retrato.
La idea
fue creciendo en mi mente, alimentándose de pequeños detalles ocultos en
nuestras conversaciones. Detalles del tipo al que uno no presta atención ni da
mayor importancia hasta que son absolutamente vitales. Pequeñas cosas como su
supuesto temor a mostrar sus partes, o que su perro mordiera su webcam justo el
día antes de chatear por primera vez.
Ahora
todo encajaba: había sido engañado. La rabia se apoderó de mí. Decidí olvidarlo
todo, ir al bar más cercano y suicidarme con alcohol, para así despertar la
mañana siguiente como un hombre nuevo, con nada más que la resaca de unos
patéticos seis meses de embriagarme con amor falso. Me levanté y empecé a
caminar, arrojé las rosas en un basurero, metí la mano en mi bolsillo derecho y
saque mi cajeta de cigarrillos; prendí uno. Delicioso vicio. Asesino. Es la
forma más cercana que tengo a saborear la muerte, poco a poco, con cada jale
que le doy, siento como mis pulmones se llenan de fatalidad. “El suicidio de
los débiles” pensé.
Entonces
lo oí. Sentí el recorrido de las ondas sonoras, surcando el aire y volando
hasta mi tímpano, haciendo resonar mi cavidad auditiva, como si la bala hubiese
atravesado mi cabeza. Intenté voltearme en dirección a la fuente del sonido,
pero no podía determinar su procedencia, fue demasiado fuerte. Sonaba como un
disparo, estaba casi completamente seguro de que habían matado a alguien, pero
por la forma en que la paz se mantuvo (de hecho me atrevería a decir que se
intensificó), supuse que ése no había sido el caso.
Me
quedé parado, como en shock. Los siguientes minutos fueron extraños: no sentí
temor, ni curiosidad. Me dieron ganas de sentarme, de pronto no hacía falta
suicidarme en alcohol, sólo quería quedarme allí, quieto, sin hacer nada…y eso
hice.
Me
senté en una banca, bajo un árbol. No tenía ganas de nada. Pronto mi mente
empezó a divagar y a darle un sentido metafórico y espiritual al disparo. Quizá
lo había imaginado, por eso nadie se conmocionó. Quizás el disparo fue el punto
final a meses de mentiras y engaños, fue un llamado, un abrir de ojos. No hacía
falta embriagarme, ya me había suicidado y había vuelto a la vida, ya podía
vivir otra vez.
¿Otra
vez? Ni siquiera podía decir eso. La verdad es que a mis cuarenta y seis años
no había vivido nada. Nunca tuve grandes errores, nunca fui completamente
feliz, ni completamente triste, nunca hice nada más que seguir la corriente,
seguir la multitud; dejarme llevar. No he sido más que una roca en el río de la
sociedad, me he dejado arrastrar, moldear y acomodar al gusto de otros. Nunca
me detuve a pensar, nunca paré a ver el día; a verme a mí mismo. Nunca viví,
sólo existía.
El disparo
fue mi despertar –pensé- es hora de vivir.
La
noche me cubrió con su oscuro brillo y yo, sin dudarlo, le entregué mis sueños.
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