miércoles, 20 de marzo de 2013

La Serpiente de Cicicus

“Para ser felices y buenos no hace falta mucho, de hecho no hace falta más que querer ser feliz. La maldad sabe eso y es por eso que siembra deseos innecesarios, envidias y rencores en nuestra mente, para distraernos de la verdad, para hacernos creer que necesitamos tener el mundo en el bolsillo para ser felices, cuando, en realidad, ni siquiera el bolsillo nos hace falta.”

Esto es lo que  John Stren decía diariamente a sus estudiantes. Jóvenes de todas las edades asistían a las clases que él ofrecía gratis, pues pensaba que el conocimiento no es algo que se puede (ni se debe) vender.

John vivía en una pequeña ciudad llamada Cicicus al borde del Mar de Marmara. La ciudad era habitada por personas amables y cariñosas. Todos se conocían pues no había más de 300 habitantes agrupados en tan sólo 20 familias; es decir, la mayoría tenía algún tipo de lazo que los unía, y esto se veía claramente en la forma en que se trataban unos a otros. Al caminar por las calles durante la mañana se escuchaba, entre los cantares de los pájaros, los bueno días que se daban los vecinos desde sus portales.

Al medio día la ciudad se llenaba de deliciosos aromas provenientes de las pequeñas casas en las que las mujeres, siempre hacendosas, preparaban el almuerzo; y por la tarde se escuchaba el murmullo que venía de la pequeña plaza, donde iba casi todo el pueblo diariamente para pasear por el parque y comprar una que otra cosa en los comercios.

La familia Stren, a la que pertenecía John, era una de las más antiguas. Su tátara-tatarabuelo había llegado desde Estambul, junto con otras 8 familias, a esta tierra, huyendo de los problemas y conflictos que traen las grandes ciudades. Decidieron establecerse en un lugar donde pudieran ser felices, donde el humo de la ciudad no nublara su visión y pudieran vivir en armonía sin necesidad de mucho. Fue él, el tatara-tatarabuelo de John, Franz Stren, quien dijo las sabias palabras que John repetía diariamente a sus alumnos, y que estaban grabadas en un letrero en la plaza para que todos los habitantes las recordaran por siempre.

John era un joven valiente, honesto y trabajador. Por estas razones era especialmente apreciado en la comunidad y ya muchas veces había resuelto los problemas del pueblo, pero esos problemas nunca fueron tan grandes como los que estaban por llegar.

Un viernes en que John estaba paseando con sus estudiantes por la playa, se asomó por el horizonte un barco. Cicicus, a pesar de estar en la costa, no era reconocida por ser una ciudad portuaria; por lo tanto, muy pocas veces llegaban barcos. John se extraño al ver que el barco venia en dirección al pueblo, pero a la vez se alegró. Quizás venían nuevas familias, personas de otra cultura diferente a la que había en Cicicus, tal vez eran personas que aportarían cosas buenas a la comunidad. Así que corrió al pueblo y, junto a sus alumnos y al resto de los habitantes, fueron a la costa a recibir a quien fuera que venía en ese barco.

El buque cada vez se veía más grande hasta que se detuvo y un bote fue bajado desde la cubierta y se vieron 3 personas subiéndose a él. La emoción del pueblo era inmensurable, agitaban las manos en el aire para que los vieran y sonreían, eran sonrisas puras y verdaderas, sonrisas llenas de amor y candidez.

El bote finalmente llego a la orilla y de él se bajo una joven alta y muy bella, de facciones finas y delicadas, estaba vestida muy elegantemente. No era una familia, era una empresaria llamada Elisabeth Scrooge. El pueblo lo recibió y organizaron una gran fiesta en su nombre, pero durante toda la celebración Elisabeth se quedo parada, observando a todos sin hacer ningún gesto ni decir una sola palabra.

El lunes siguiente John fue a dar clases, como todos los días. Pero hoy los estudiantes estaban diferentes. Normalmente había un gran bullicio hasta que el maestro llegaba, pero hoy eran pocos los jóvenes que estaban esperándolo, y cada uno estaba sentado en su lugar, sin hablar ni mirar a quien estuviera a su lado. John no se extraño por las ausencias, después de la fiesta, que duro casi todo el fin de semana era obvio que los jóvenes no se despertarían temprano, pero la forma en que se trataban los alumnos sí le preocupo.

Después de clases, mientras John caminaba hacia su casa, se sintió raro. Las personas parecían fantasmas, no hablaban, no saludaban. Todos parecían muy pensativos, como si no estuvieran allí. John se preocupo aún más. Cuando llego a su casa se encontró a Elisabeth hablando con su madre. John la saludo con una cándida sonrisa. Elisabeth le devolvió la sonrisa, pero ésta estaba llena de picardía y malicia. John no le prestó atención y saludo a su mamá.

Tan pronto como se había ido Scrooge, la señora Stren empezó a actuar raro, le dijo a su hijo que dejara de educar gratis, que así no ganaba nada y que la señora Elisabeth le estaba ofreciendo un trabajo, que fuera a trabajar con ella y así podrían tener una mejor vida.

-Pero tenemos una buena vida -dijo John,

-Podría ser mejor -le respondió su madre.

John se extrañó por el tono en que su madre hablaba

-Somos felices con lo que tenemos, no necesitamos más, nunca hemos necesitado más -dijo, un tanto enfadado pues su madre nunca había estado en contra de su profesión.

-Scrooge tiene razón, eres un idealista, mejor vete a buscar una casa y una esposa, que te hacen falta. -gruñó la señora, mientras lo empujaba fuera de la casa.

Estando afuera, John vio a Elisabeth pasando de una casa a otra. Notó que la expresión que dejaba en la cara de las personas era la misma que había visto mientras caminaba a su casa. Entonces se dio cuenta de lo que pasaba: Elisabeth no vino a mejorar el pueblo, vino a destruirlo, estaba envenenando a todos con sus mentiras, los convertía en personas codiciosas. Era como una gran serpiente que poco a poco estaba acabando con el pueblo.

John tenía que hacer algo, no podía dejar que el pueblo se convirtiera en otra metrópolis.

Las personas empezaron a subir los precios de los negocios, ya no se ofrecían ayuda a menos que recibieran algo a cambio, ya nadie se saludaba, el amor que flotaba en el aire se había convertido en odio, rencor, envidia. El comercio, el dinero era lo único que les importaba ahora. La maldad había triunfado, el pueblo había sido víctima de una malévola víbora que inundo el pueblo en su ponzoña. John no podía hacer que el pueblo reaccionara y volviera a su antigua vida, trato de hacerles recordar las palabras que estaban escritas en la plaza, pero nadie le hizo caso. Entonces se dio cuenta de que la única forma de acabar con el mal era atacar directamente la raíz de éste. Debía atacar a la serpiente, debía atacar a Elisabeth Scrooge.

Pero John tenía fe en que toda persona es esencialmente buena y por eso se propuso una misión: encontrar el lado bueno de Elisabeth.

Todos los días iba John a hablar con Elisabeth, ella siempre lo recibía y lo escuchaba pero nunca cambiaba de parecer, en cambio, siempre trataba de envenenarlo a él también, pero John nunca se dejó. Ambos tenían líneas de pensamiento muy distintas, y ninguno de los dos iba a cambiar. John tenía que cambiar su estrategia, dejó de ir diariamente donde Scrooge. Elisabeth se extrañó, todos los días lo esperaba.

Un día John volvió a aparecerse a su puerta, pero esta vez no se iba a quedar, esta vez se la iba a llevar. La llevó al lugar donde daba clases, un tanto alejado de la ciudad, bajo un inmenso árbol que, según él, lo había sembrado su tátara-tatarabuelo. Le mostró un lugar donde se reunían los pájaros a cantar todo el día, la llevo al río en el que sus alumnos se bañaban después de clases. Fue tan amable con ella como lo eran antes todos los del pueblo.

Por primera vez, John la vio sonreír. Era una sonrisa pura, sin malicia ni picardía. Una sonrisa como las que ahora escaseaban en su pueblo. Elisabeth estaba maravillada con todas las cosas hermosas que no veía por estar concentrada en los negocios y por primera vez, era feliz.

Al final del día la llevo a una pequeña casa, muy vieja y maltratada.

-Esta era la casa de mi tátara-tatarabuelo- le dijo John.

Elisabeth se sintió abrumada, nunca había visto una casa tan pobre.

-¿A que se dedicaba tu abuelo?- preguntó,

-A amar- respondió John con una leve sonrisa.

-Ja! Con razón…en este pueblo todos eran unos idealistas, las ideas en este mundo no sirven, solo sirven los hechos, lo que haces para salir adelante, el dinero…
-¿Así eres feliz? ¿Teniendo mucho dinero? ¿Teniendo decenas de personas a tu servicio pero ninguna que desee estar contigo?- preguntó John.

-¿Como pueden ser felices con tan poca cosa?- pregunto Elisabeth, evadiendo la pregunta de John.

-No tenemos poca cosa, tenemos lo que necesitamos.

-¿Y qué es eso?- dijo Elisabeth, incrédula.

-Amor. Eso es todo lo que necesitamos. Nos amamos los unos a los otros, no necesitamos nada mas… ¿sabes lo que es el amor?- pregunto John. Elisabeth se ruborizó y voltio la mirada, John le giro la cabeza hacia él, y vio como sus ojos se llenaban de lágrimas.

-¿Alguna vez te han amado, Elisabeth? -preguntó John con una voz suave.

-No… -respondió Elisabeth con voz quebrada.

-¿Nadie? -dijo John, incrédulo pero con una sonrisa llena de cariño, mientras la miraba a los ojos.

-Nadie…nunca -respondió ella, sollozando, mientras bajaba la mirada.

John le alzó la mirada.

-Nadie, nunca…hasta hoy -respondió John, mientras le secaba una lágrima que corría por la mejilla hacia una recién formada sonrisa en la cara de Elisabet.

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